El cristianismo heredó un sinnúmero de leyes, costumbres y fiestas de la religión judaica, así como de otras religiones y culturas. Algunas fueron olvidadas o ignoradas; otras, para ser aprovechadas, tuvieron que pasar por un proceso de adaptación y resignificación teológica. Uno de esos casos fue el de la Fiesta de Pentecostés o de la Cosecha. Ésta era una de las tres fiestas más importantes del año judío. Conocida y celebrada también como Fiesta de las Semanas, tenía lugar al final de un período de siete semanas (50 días) que iban desde la etapa de siembra hasta el inicio de la cosecha de los primeros granos. Era ocasión de una “santa convocación” a la que todo israelita estaba obligado a asistir.
Para la antigua tradición hebrea, Pentecostés era una fiesta básicamente agrícola, la cual se celebraba con gran entusiasmo y alegría en honor de Yahvé, Dios dador de la vida y creador del universo. Se agradecía a Dios por el don de la tierra, de las semillas y de sus frutos. También se reafirmaba el compromiso de fraternidad entre las familias y tribus, especialmente las hebreas. Igualmente se renovaba la solidaridad y la justicia para con los otros pueblos, o sea, podría decirse que llegaba a ser lo que conoceríamos hoy como una “celebración ecuménica”.
La temprana tradición cristiana, según nos muestra el Nuevo Testamento, resignificó esta fiesta, que acontecerá 50 días después de la Pascua. Esto evidencia la importancia que para la vida celebrativa de la iglesia primitiva tenía la Fiesta de Pentecostés. Marcó este evento no sólo el inicio de la iglesia, sino su progresivo desdoblamiento en diferentes tradiciones a lo largo de los siglos siguientes. La presencia y acción de la tercera persona de la Trinidad en la vida de las primeras comunidades fue percibida de múltiples maneras. De ahí la amplia gama de analogías bíblicas que lo identificaron como soplo, viento, dedo de Dios, fuego, paracleto, Espíritu de verdad, Consolador, etc.
El fenómeno ocurrido en Pentecostés, transformó la vida de aquellas personas reunidas en el Tabernáculo, quienes “llenos del Espíritu Santo, comenzaron a hablar en otras lenguas”. Imposible no prestar atención a la similitud que guarda el registro lucano sobre la irrupción del Espíritu Santo en la historia humana, con el relato de la Torre de Babel (Gn. 11). Sin embargo, el fenómeno de Pentecostés (lenguas de fuego), a diferencia del “fenómeno de la confusión” (Babel), desafía a la Iglesia de hoy a “hablar todas las lenguas” posibles para que el mundo crea que Jesús el Cristo es el Hijo de Dios. A difundir en todas las formas posibles el mensaje del Evangelio, a fin de que el reinado universal de Dios sea implantado aquí y ahora. Ello acontecerá a través de vidas comprometidas en el seguimiento de Aquel que, con su soplo, continúa diciendo hoy: “Reciban el Espíritu Santo” (Jn. 20.22).
Lic. Ricardo González Kindelán, Responsable Área de Biblia
Responsable Área de Juventud
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